jueves, 30 de abril de 2009

Luis Daniel Cárdenas: "La voz del profeta"

Ponencia: La voz del profeta (Amós 2: 6-16)

Quisiera comenzar, soltando una pregunta que puede sonar algo controversial: ¿tiene sentido para nosotros la profecía en el siglo XXI? No es mi intención generar polémica teológica: sea mi intención entendida más bien como un sólido argumento para enfatizar una tarea que puede unificar tanto a teólogos como a filósofos: el rol profético. Quisiera comenzar explicando lo que esto implica en nuestra sociedad, antes de comentar directamente el texto.
Creo que el rol profético, entendido como una actividad institucional y no como un hecho aislado, debe retomarse seriamente. Y, además, estoy convencido que la profecía es un don, una virtud, tal como lo es la enseñanza. Así como hay maestros que tienen la habilidad de guiar, los profetas tienen la vocación de anunciar nuevas virtudes, denunciar injusticias y señalar nuevos caminos. Uno no es profeta por elección, lo es por vocación, por llamado. La acción profética tiene dos momentos importantes: escuchar, primeramente, y luego hablar. “La historia es el juicio universal”[1] nos decía Theodor Adorno, filósofo de la Escuela de Frankfurt. Nosotros, filósofos, teólogos, intelectuales, estamos insertados en una historia que nos interpela, nos cuestiona y que muy en silencio nos juzga. La historia es un “nosotros” sedimentado en una situación concreta, y esa historia que somos nosotros vive en un juicio permanente en cuanto está condenada a tomar dos caminos: el cambio constante o la subsistencia indiferente. Esto significa que debemos reconocernos como una sociedad, un sujeto social comprometido con el dolor ajeno, con la injusticia y la intolerancia. Resalto el carácter social porque es más fácil hablar de lo que hacemos nosotros como individuos particulares haciendo juicios morales respecto a nuestras acciones, tal como Kant suscribiría, juzgando lo bueno y lo malo, lo mejor y lo peor; antes de gritar públicamente atropellos de carácter ético que cuestionan el sentido de nuestra vida, que van más allá de los juicios de conciencia en un plano individual. Y eso es lo que hace un profeta: miremos a Isaías, Jeremías, Oseas, Amós, etc. Por eso no todos, necesariamente, tienen el llamado a la profecía: no todos tienen por qué gritar a los cuatro vientos las injusticias que ve en nuestra sociedad. “Filosóficamente” Kant ha evitado que tal pretensión “profética” sea “universalizable”, en cuanto hace la distinción entre el uso privado y público de la razón[2]. En el ámbito público uno puede como individuo pleno de derechos usar su voz en un espacio determinado, como lo puedo hacer yo ahora en este momento. Sin embargo, en los lugares que se rigen por normas ya establecidas (iglesia, ejército, Estado), debo callar y obedecer hasta que la razón llegue a ser consensuada. Quizá por ello, al inicio de este párrafo, señalaba que la profecía debe entenderse como una actividad institucional: no solamente circunscrita a lo público, a la divulgación, sino también admitida dentro de los espacios privados. Pero claro… no es muy agradable ser una voz crítica dentro de instituciones o espacios “privados”. Es más, puede resultar contraproducente y eso Kant lo sabía muy bien. Pero como mencionamos, uno no es profeta por elección, como pude haber decidido estudiar filosofía. Uno es profeta porque lo que el individuo ha escuchado lo ha sacudido de tal forma que no tiene otra opción que irrumpir dentro de los espacios privados, forzándolos a considerar problemas públicos. El profeta puede “pecar” de impertinente, como lo fue el mismo Amós ante el sacerdote Amasias quien lo acusa de conspirar contra el rey, pero ese es el precio de asumir un rol profético. ¿Qué hace posible diferenciar a un profeta de un loco o de un individuo caprichoso que quiere imponer sus ideas? La respuesta ha estado implícita en el texto: el profeta es un embajador de la historia, y en el caso de Israel, Dios habla en la historia constantemente por medio de sus profetas. Sé que esto puede sonar escandaloso, medio sectario, talibán, maoísta, etc. Sin embargo, el profeta, y eso es lo que veremos a continuación en el caso de Amós, cumple ciertos parámetros en la exposición profética, asume ciertos principios y, evidentemente, corre ciertos riesgos en cuanto reconoce la herida que nadie quiere tocar y, además, grita por su sanación. Esto lo veremos en el texto bíblico, revisando a la par algunas propuestas filosóficas importantes.
La metodología será la siguiente: lo primero que haremos es ver la estructura del pasaje bíblico para establecer la forma cómo Dios se dirige al pueblo por medio del profeta. En dicha estructura podremos reconocer aspectos importantes y recurrentes en los libros proféticos de la Biblia. Luego comenzaremos analizando el texto bíblico y, de manera recurrente, complementaremos lo mencionado con información relacionada a la filosofía. Con esto establecido, vayamos al texto.
Muchas veces asumimos que el profeta es alguien que ve el futuro y es capaz de advertir las consecuencias de lo inevitable. Sin embargo, vemos en este texto que la profecía es muy distinta a la actividad de predecir el futuro, como podrían hacer los adivinos sin la tutela de Dios. Antes de ver la estructura debemos considerar que los profetas en Israel han sido reconocidos como una “institución”, a pesar de que se asume que andaban en solitario. Participaban activamente en la vida pública y tenían tanta importancia como una autoridad política o un sacerdote. Los profetas eran conocidos porque iban constantemente de un lado para otro hablando con el pueblo y con distintos personajes. Veamos ahora la estructura. El texto de Amós capítulo 2 del versículo 6 al 16 lo he dividido en cuatro partes: la primera va del versículo 6 al 8, la segunda parte va del 9 al 11, la tercera va del 12 al 15 y concluiremos con la cuarta parte que consta solamente del versículo 16.
La primera parte comienza con la voz del profeta afirmando, en nombre de Dios, el irremediable castigo por el cual pasa y pasará Israel. Lo que viene a continuación es la situación de injusticia concreta y real que el pueblo de Israel promociona y padece al mismo tiempo. Y los indicios de injusticia pasan por cuatro razones que no han pasado desapercibidas a los ojos de Dios. La primera razón es económica: “vendieron por dinero al justo, y al pobre por un par de zapatos”. La segunda razón es abuso de poder: “pisotean en el polvo de la tierra las cabezas de los desvalidos y tuercen el camino de los humildes”. La tercera razón es de abuso sexual: “el hijo y el padre se allegan a la misma joven, profanando mi santo nombre”. La cuarta razón apunta básicamente a la falta de respeto por las leyes e instituciones que Dios dejó establecidas para su pueblo: “sobre las ropas empeñadas se acuestan junto a cualquier altar, y beben el vino de los multados en la casa de sus dioses”. Abuso económico, abuso de autoridad, abuso sexual e incumplimiento de la ley o falta hacia las instituciones son los hechos fácticos que el profeta está denunciando. Veamos pues que las dimensiones de lo denunciado nos llevan más allá de juicios particulares por causa de la “maldad” de algunos israelitas. Aquí el juicio no busca la sensibilización moral, sino más bien el cambio radical de un pueblo que ha perdido dirección, y que, en cuanto justifica la injusticia en aspectos de gran relevancia como los mencionados, tiene responsabilidad ética y política. Definitivamente aquí la responsabilidad política no pasa por un problema de las autoridades políticas o religiosas exclusivamente. Debemos comprender que en la historia de Israel lo social no está desligado de lo político y lo religioso; más bien están estrechamente vinculados. En ese sentido la voz del profeta habla sobre un cuerpo homogéneo, un organismo que no distingue bien lo público de lo privado, pero que sí reconoce lo importante de lo accesorio debido a las leyes y las instituciones que delimitan funciones específicas. Si bien nuestra sociedad liberal y secular hace una importante distinción entre lo público y lo privado, debemos considerar seriamente que esa brecha se está acortando. Esto en cuanto caemos en la cuenta de que nuestras decisiones en privado tienen un peso político importante, al margen de nuestras obligaciones ciudadanas. Pero si ahora comprar o no piratería, separar o no basura para reciclaje terminan siendo decisiones de carácter político (debido a las implicancias que tienen para el bien común) y no solamente morales no es porque estemos teniendo conciencia de “cuerpo” como sociedad, como la tuvo el antiguo Israel; sino más bien porque nuestra indiferencia como individuos “atómicos”, libres y auténticos termina por pasarnos factura. ¿De qué cuerpo podemos hablar en la época de la multiplicidad de discursos que denominamos postmodernidad[3]? Si los profetas hablaban entonces hacia un cuerpo social, ¿qué sentido tienen los profetas si lo único que podrían hacer ahora es aquietar las conciencias individualistas de ciudadanos postmodernos? ¿La acción profética más que un rol institucional no sería una actividad aislada para hacerle terapia a la sociedad? ¿Acaso no es eso lo que hacen los activistas con pretensiones políticas? Si la idea es hacer más bulla para tomar conciencia de lo que ahora se hace entonces, más efectivo resulta escribir un libro de autoayuda. Pero, las respuestas a estas preguntas respecto a la idea de cuerpo y la pertinencia actual del rol profético aparecerán después del análisis de los siguientes versículos en la segunda, tercera y cuarta parte.
La segunda parte es fundamental. Aquí sucede lo que el Dios de Israel hace permanentemente a lo largo de la historia del pueblo hebreo: le recuerda insistentemente cuál ha sido su origen, su camino y su legado. Ahora los israelitas pueden tomar un camino errado, pero siempre quedará un horizonte de referencia ineludible. La gracia de Dios se ha manifestado directamente en su historia, y los hebreos (los judíos e israelitas estaban separados en tiempos de Amós) han participado de ella. Cabe resaltar que en el libro de Deuteronomio queda la indicación explícita de que los padres están obligados de mencionarles a sus hijos lo que Dios hizo con ellos: “por tanto, pondréis estas mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma, las ataréis como señal en vuestra mano y serán como insignias entre vuestros ojos. Las enseñaréis a vuestros hijos, hablando de ellas cuando te sientes en tu casa, cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes. Las escribirás en los postes de tu casa y en tus puertas…” (Deuteronomio 11:18-20). La insistencia por el recuerdo es constante. Así pues, la memoria histórica no solamente implica la posibilidad de reconciliación, sino también la posibilidad de restauración de un pueblo que sabe que necesita cambiar. Vemos entonces cómo Dios les recuerda en el texto de Amós que: “A vosotros os hice subir de la tierra de Egipto y os conduje por el desierto cuarenta años, para que tomarais posesión de la tierra del amorreo. Y levanté profetas entre vuestros hijos y nazareos entre vuestros jóvenes ¿No es cierto hijos de Israel?” (Amós 2:10-11). Aquí queda claro que la voz profética no solamente considera el presente y el futuro, sino que hace énfasis en el pasado. ¿Por qué? Porque las condiciones que determinan la identidad y autenticidad de un pueblo tienen su cimiento en los horizontes de significado[4]. ¿Cómo se determinan estos horizontes de significado? Estos horizontes, desarrollados ampliamente por Charles Taylor en La ética de la autenticidad[5], son la conjunción de sentido de hechos en la propia historia que han sido dolorosos, felices, extraños. Estos hechos no implican determinismo alguno (soy así por tal o cual razón y no puedo cambiar), sino que más bien le dan un sentido especial a la propia vida ya sea que uno pueda superar el dolor o pueda perder la felicidad. Este sentido especial de la propia vida se muestra en las cicatrices que marcan la particularidad social de un pueblo. En el caso de los israelitas estas marcas han sido las de ser extranjeros en Egipto, de ser nómades por cuarenta años, de haber luchado por sobrevivir entre cananeos, filisteos, etc. La historia por la supervivencia, que implican la experiencia del dolor y de la libertad, en el contexto hebraico son elementos básicos para una fortaleza social envidiable. Para Charles Taylor, la historia hebrea estaría circunscrita a la idea de un horizonte cósmico que favorece el vivir plenamente en función de los significados. Cuando los horizontes de significado se encarnan en un cuerpo social con paradigmas de identidad bastante sólidos y ampliamente reconocidos permiten fortalecer una conciencia colectiva en un mundo ordenado. ¿Pero qué sucede cuando el horizonte cósmico ha sido destruido por la primacía del sujeto libre que poco a poco se vuelve radicalmente individualista? Charles Taylor tiene una salida interesante, pero mejor sigamos con la narración bíblica, que resulta, en ese sentido, particularmente ilustrativa.
Los israelitas han tenido una historia patética de rupturas con el orden cósmico. Esto queda claro en esta tercera parte del texto de Amós. Nunca hubo un principio “subjetivista” o “liberal” en la historia de Israel que haya marcado un nuevo paradigma, pero sí una constante influencia de otros pueblos que terminaban por alejar constantemente a los israelitas de su pacto cerrado con Dios, de su orden establecido. Podríamos hablar, quizá forzando un poco el argumento, de que en Israel sí ha habido rupturas por cierto individualismo, guiado, no por la libertad individual ni mucho menos por la asimilación de derechos, sino más bien por lo que los griegos denominan pleonexia. La pleonexia es un concepto filosófico que describe la insaciable apetencia por aquello que otros tienen para el beneficio propio. Así pues, vemos cómo el pueblo de Israel, por este individualismo particular no solamente se desvía de su camino, sino que rompe el orden cósmico al impedir que éste se dé por medio de las instituciones que justamente sostienen dicho orden. Vemos lo siguiente en esta parte del texto: “Mas vosotros disteis a beber vino a los nazareos, y a los profetas mandasteis diciendo: <>” (Amós 2:12). No fue suficiente abusar y faltar el respeto a las leyes; también se incurrió en alterar específicamente el orden que sostenía el sentido de identidad, pertenencia y autenticidad del pueblo hebreo. Aquí el problema no está en hacer “mal”, sino que el énfasis en esta tercera parte radica en impedir el bien. El texto bíblico remarca esto, diferente a la denuncia de la primera parte; y remarca este problema luego de recordarles quiénes son y a qué deben su sentido de pertenencia y de identidad. Quizá por ello, por esta pérdida de orden (o más bien renuncia al orden), las consecuencias de su acción resultan tan dramáticas. Vemos en los versículos que van del 13 al 15 lo siguiente: “Por eso, yo os apretaré en vuestro lugar, como se aprieta el carro lleno de gavillas: el ligero no podrá huir, al fuerte no le ayudará su fuerza ni el valiente librará su vida; el que maneja el arco no resistirá, ni escapará el ligero de pies ni el jinete salvará su vida”. Podríamos hacer el paralelo con lo que para los griegos significó el destierro: morir a la vida pública, era morir a la condición de ciudadano, y en ese sentido la pérdida de sentido para vivir era evidente. No hay vuelta atrás: si el orden que te sostiene desaparece, por más fuerza y habilidad, uno no es más que un planeta sin órbita.
Es evidente que esta idea de un orden cósmico entendido como horizonte último de sentido solamente desapareció en Occidente con la llegada de la modernidad. Los hebreos, los griegos, e incluso los cristianos fortalecieron esta idea de pertenencia a un orden cósmico que brindaba seguridad e identidad. Por ello, antes de ir a la última parte, que no es sino el último versículo, quisiera hacer un pequeño excurso sobre lo que ha implicado la pérdida de un orden cósmico en la modernidad, y el principio que se ha regido como justificación primordial del subjetivismo postmoderno. Sólo después de ello podremos responder a las preguntas que hemos dejado sueltas párrafos atrás; preguntas que nos permiten entender la relevancia del rol profético en estos tiempos.
Formalmente se identifica la ruptura del orden cósmico con la revolución copernicana y el descubrimiento del “yo” cartesiano. Sin embargo, y asumiendo que esto es ampliamente reconocido, vamos a ir un poco más allá. El orden cósmico, intentaré hacer la distinción, no se destruye con estos dos hechos: son más bien la causa de posibilidad para dicha destrucción. Explicaré esto con detalle, pero primero vayamos a describir estos dos hechos. La idea heliocéntrica de Copérnico demuestra que el mundo no es una totalidad de sentido, sino una parte subordinada de la racionalidad universal. Las consecuencias de esta idea han justificado formas de ir en pos de la razón: la afirmación del método científico, el uso instrumental de la razón con respecto a fines y la libertad como un principio para reconocernos como seres racionales. Por otra parte, el descubrimiento del “yo” cartesiano da lugar a un sujeto que es capaz de hacer un uso autónomo de su razón con una radicalidad nunca antes vista. Las consecuencias de esto están en la misma línea que lo antes visto por la revolución copernicana. Ahora, si bien, es debido a ellos que comienzan las formas de razonar que hoy en día reconocemos, no es sino hasta la revolución francesa que el orden cósmico de antaño se destruye en toda su dimensión. El primero en reconocer tal hecho es Hegel[6]. Lo que sucede en la revolución francesa es que se establecen políticamente los principios de la modernidad, y no solamente a nivel intelectual. Pero lo que debemos remarcar, sobre todo, es el establecimiento concreto de un paradigma que ha generado a lo largo de la historia universal contemporánea tensiones e innumerables contradicciones: esto es, la libertad como principio absoluto. La revolución francesa busca encarnar los principios de libertad, igualdad y fraternidad; sin embargo, esta revolución, que busca establecer los derechos ciudadanos, entra en una gran contradicción: busca eliminar las viejas estructuras, pero esto implica derramar sangre desmedidamente en nombre de una libertad inconmensurable. Al final la gran pregunta después de la barbarie jacobina liderada por Robespierre, es ¿cómo defender el principio de la libertad sin caer en estructuras de opresión o en un estado que promueva el terror? Vemos pues que la destrucción del orden cósmico implica también la irrupción de una libertad entendida como principio absoluto que no soporta, bajo ninguna circunstancia viejos paradigmas. Debemos considerar que en nombre de la libertad, a diferencia de lo que sucede en modelos antiguos, se dejan de considerar elementos del pasado que, al margen de su pertinencia, forman parte de nuestra identidad y de nuestro legado. Por ello, Napoleón frente a la irrupción de la libertad como principio de destrucción busca restituir ciertos modos antiguos en la identidad francesa, así como enmarcar los principios ilustrados y liberales dentro de la esfera legal. Obviamente, no se trata de justificar a Napoleón que luego se volvió un tirano, pero sí de situar el momento en que el orden cósmico se destruye. Y, finalmente, vemos pues que este orden se destruye porque la libertad emerge como un principio absoluto que busca imponerse bajo cualquier circunstancia. En estos tiempos, la libertad ya no es parte de un discurso político totalitario, como lo fue en la revolución francesa, pero sí es parte de un discurso individual que busca validar cualquier tipo de argumento. Ahora no podemos decirle a nadie que está equivocado porque uno mismo se auto-determina la libertad: esto es, “yo hago lo que quiero con mi vida y nadie tiene que decirme lo que debo hacer porque soy libre de elegir lo que crea que es más conveniente para mí”. Charles Taylor ve en este tipo de oraciones un problema bastante serio: ¿cómo uno puede determinar lo más conveniente si lo que determina la identidad de un individuo son preferencias de igual valor entre otras? ¿Podría defenderse la homosexualidad asumiendo que uno es libre de elegir dicha opción como podría elegir el color de ojos o de cabello de una pareja ideal? Así pues, el significado de ciertos hechos que determinan el sentido de nuestras vidas, y de nuestra identidad, no pueden estar sujetas a la capacidad de elección individual. Ser homosexual no es una opción, es una forma determinada de querer entender el mundo, y eso implica ver el hecho más allá del principio absoluto de libertad. Por ello, concluiremos diciendo que validar una multiplicidad de discursos, justificándonos en nuestro derecho de ser libres resulta verdaderamente absurdo. El individualismo en ese sentido no es más que una forma de auto-engañarnos, en cuanto la libertad es entendida como un principio ajeno al sentido de nuestras vidas y a nuestra identidad. El individualismo implica auto-determinarnos una libertad que solamente tiene sentido para elegir, pero no para justificar lo que verdaderamente somos. Lo que ahora tenemos entonces es un panorama nuevo: debemos entender que si bien no podemos vivir en función de un orden cósmico, lo que podemos hacer es reconocer, en palabras de Taylor, un horizonte de significados que permitan reconocernos en función de hechos significativos, nobles, valerosos que tienen importancia independientemente de nuestra voluntad. Estos hechos responden a una forma de entender la historia, a las tradiciones que hemos mantenido y queremos mantener, a los ritos que hemos elegido, a lo que hemos otorgado peso simbólico y que nos hace ser, a fin de cuentas, auténticos.
Regresemos entonces al texto bíblico. ¿Cómo puede restaurarse el orden cósmico? La respuesta será la misma tanto para los judíos como para nosotros, y (por ello la importancia del excurso); la respuesta no es otra que la autenticidad. Por una parte la pleonexia de los judíos está relacionada a la necesidad de querer elegir una cosa entre otras para la satisfacción personal; por otra parte, la libertad contemporánea como principio absoluto busca establecer la elección como hecho no juzgable. Al final la relación entre ambos hechos es evidente: la libertad absoluta lo que hace es justificar la pleonexia. Es por eso que uno se vuelve esclavo de su propia libertad. He allí la paradoja que el profeta debe denunciar. Por ello la autenticidad es el principio que restaura el orden. ¿Quién juzga lo auténtico de lo ordinario? Es evidente que eso no lo hace un sujeto individual con mayor lucidez; el juicio lo hace, como dijimos en un comienzo, la historia que construimos: nuestra historia. No podemos poner entre paréntesis a la historia, la naturaleza, la sociedad, las exigencias de solidaridad menos a nosotros mismos porque eso significaría restarle importancia a aquellas decisiones que definen nuestra identidad. No está en nosotros juzgar; más bien en reconocer permanentemente qué concepto de nosotros mismos justificamos al momento de actuar, qué sentido de pertenencia construimos: ¿somos esclavos de nuestros impulsos o ideologías? ¿Por qué vale la pena luchar? ¿Qué vale la pena defender? Si la respuesta se convierte, debido al hábito, la rutina y la autosuficiencia en única y definitiva, seremos ordinarios. ¿Qué nos hace auténticos? La autenticidad no es un resultado sino una actitud que se reconoce en una lucha permanente desde dos frentes: debemos luchar por aquellos valores del pasado que nos llenan de vida, como refiere el texto bíblico (u horizontes de significado como dice Taylor), y al mismo tiempo debemos luchar por la incansable restauración de nosotros mismos, lucha que resume la historia misma de Israel. Hay una frase de Adorno que resume perfectamente lo mencionado: “La resistencia contra el olvido defiende una restauración a base de la historia del espíritu”[7]. No llegaremos quizá a un final predeterminado o esperado, pero nos reconoceremos como sujetos que luchan por el significado y el sentido de vivir. El precio por ser auténticos es la desnudez, y el último versículo, en tal sentido, es revelador: “el esforzado entre los valientes huirá desnudo aquel día, dice Jehová” (Amós 2:16).
Concluyo. Creo que podemos hablar de la lucha por un cuerpo y por un sentido, frente a la constante amenaza por el sinsentido, la pleonexia y el individualismo. La identidad solamente puede reconocerse dentro de un cuerpo: existe, pero es nuestro trabajo como ciudadanos darle forma reconociendo los horizontes de significado. Nada de esto puede caer sobre los hombros de individuos particulares. No puede ser el rol profético una acción aislada, sino más bien asumir el compromiso de adentrarse en espacios públicos y privados para señalar y/o denunciar cuando las luchas sociales o ciudadanas dejan de tener sentido o cuando el individualismo nos lleva a la indiferencia. El profeta nos debe interpelar como individuos y como ciudadanos: por eso su acción debe ser radical. El profeta cumple un rol ciudadano bastante difícil de cumplir en cuanto aboga por la autenticidad, que no es un fin, sino el carácter permanente de una lucha por la justicia y el reconocimiento. El profeta tiene un serio compromiso con los problemas de nuestro tiempo y con los valores del pasado: y todo esto va más allá del activismo político. Es una posición mucho más difícil porque el profeta no se debe a una ideología, sino más bien a una historia y a una forma de entender el mundo. La ideología es una interpretación para que la teoría se exprese adecuadamente en una praxis. El profeta debe, más bien, reconocer la ideología y ver cuáles son sus consecuencias para ver si ganamos o perdemos sentido. La lucha del profeta es la lucha por el sentido.

[1] ADORNO, Theodor. Dialéctica negativa. Madrid: Taurus. 1992. Pág. 147
[2] KANT, Immanuel. ¿Qué es la ilustración? Madrid: Alianza Editorial. 2004.
[3] LYOTARD, Jean-François. La condición postmoderna. Madrid: Cátedra. 1987.
[4] Esta idea está tomada de Charles Taylor, en su libro La ética de la autenticidad.
[5] TAYLOR, Charles. La ética de la autenticidad. Madrid: Paidós. 1994.
[6] Cfr. HEGEL, Georg W. Friedrich. La fenomenología del Espíritu. México DF: FCE. Págs. 343-358.
[7] ADORNO, Theodor. Dialéctica negativa. Madrid: Taurus. 1992. Pág. 147.

4 comentarios:

  1. Hola Luis daniel, sobre el comentario que te hiciera Dany Cruz ¿como replanteas el término "institucionalidad" respecto a lo profético?

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  2. Hola Michael,
    En primer lugar, como dije en el conversatorio, creo que eso debió haber sido trabajado en el mismo texto. Creo que amerita una corrección. Respondiéndote directamente te digo lo que le dije a Dany. Asumiendo la distinción kantiana que hago en el texto entre "uso de la razón pública" y "uso de la razón privada", entiendo que la institucionalidad no debe entenderse desde una "institución" cerrada en donde se hace prioritariamente un uso de la razón privada. El sentido de "institucionalidad" está básicamente relacionado a un reconocimiento social en un espacio deliberativo abierto, amplio y crítico. En ese sentido, planteo una "institucionalidad abierta", no restringida a un espacio definido con normas previamente delimitadas. En tal sentido, trabajo el perfil del profeta como una autoridad reconocida a nivel social y de forma estructural. Esas características convierten al rol profético, en sí mismo, en una institución. Pero una institución dinámica, crítica, cuestionadora, que no puede contentarse bajo las limitaciones de otros espacios institucionales como lo son los espacios políticos (de jueces y reyes) y religiosos (sacerdotes). Sin embargo, el profeta tiene una voz influyente en dichos espacios sin estar sometido a alguno de ellos. De alguna forma su rol de "extranjero", de "marginal" lo impide. Sin embargo, el pueblo, sacerdotes y reyes reconocen el profetismo como una actividad relevante en la vida "ciudadana", forzando el concepto, en cuanto cumple un rol mediador frente a poderes que sí pertenecen a una institucionalidad cerrada. En la actualidad la institucionalidad abierta del profetismo debería encontrarse en espacios de reflexión, que como señalo en el texto, deben ser tanto públicos como privados. A diferencia de David Limo, no creo en la universalidad del profetismo en cuanto creo que es un don o llamado tan específico como el de ser "sacerdote" o "rey", sacerdote o presidente de la república. Un universalismo chato no permite reconocer la idea de un cuerpo social con funciones delimitadas (como vemos en el cuerpo humano).
    En ese sentido, en nuestras universidades, colegios, iglesias deberíamos permitir espacios de reflexión crítica e interdisciplinaria que permita, justamente, reconocer que partes de nuestro cuerpo (social) no andan bien. Quizá no tengamos la medicina, pero hacer el trabajo autorreflexivo en función de nuestro pasado y del horizonte común que construimos puede darnos luces sobre lo que debemos empezar a hacer. Insisto: eso no lo deben hacer todos. ¡Imagínate un mundo en donde todo el mundo reflexiona interdisciplinariamente! Nadie haría nada y habria un exceso de razonamiento especulativo. El rol profético busca ser concreto, histórico, crítico y profundamente analítico. El rol profético debe estar delimitado para que se diga lo que tiene que ser dicho pero de forma ampliamente reconocida. ¿Qué sentido tendría el profetismo si cada uno hace críticas a nivel personal que luego se pierden en espacios privados como una universidad, congreso o blog? Lo que creo es que el profetismo como actividad crítica (promocionada en iglesias, universidades, etc.) debe ir de la mano con la promoción de espacios deliberativos abiertos con incidencia en los medios de comunicación masivos. Sé que suena bastante utópico, pero la construcción de estos espacios resultan ser necesarios... No puede haber "institucionalización" sin un reconocimiento social amplio... Claro que el camino es largo, porque habría que comenzar pensando si es que la idea misma de "cuerpo social" es reconocida. Es triste pero ni siquiera nos reconocemos como ciudadanos a pesar de serlo...

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  3. Responde Michael...!
    (Luis Daniel)

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  4. Uhmmm, pero ¿no pierde su "esencia" el rol profético en le momento que es asumido por la población que lo escucha? ¿Cuáles serían las caracterísiticas de su mensaje, ocnciliador, de ruptura, de incorporación de elementos marginales al "todo" social?

    Estaba pensando en los cínicos, pero al mismo tiempo en personajes filosóficos que construyen propuesta para, mantener un sistema social, o aquellos que construyen una propuesta alterna. Seguiré comentando en otro momento

    Una cosa, el texto de Manuel amerita una crítica a sus presupuesto de análisis

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